lunes, 15 de agosto de 2011

Las pústulas

Me despierto y me tomo un ibuprofeno, la garganta no me da más de tanto cigarrillo y frío, las piernas me tiemblan. Es sábado a la mañana y me doy cuenta que prefiero estar solo, me doy cuenta que preferí estar solo.

El viernes a la tarde fui a tomar un café con unas amigas a Capital, me tome el bendito 57 y nos encontramos en Caballito. Paseamos y compramos ropa. Yo no compré nada pero ayudé a mis amigas a comprarse sus cositas en locales tan careros como AY NOT DEAD, esa ropa que nunca podré tener y que gusta tanto, que es tan moderna.

Nos sentamos en un bar frente al parque Rivadavia que tiene una especie de lugar en la calle para fumadores, charlamos mucho y me doy cuenta que saco a la luz todos mis miedos, mis angustias, todo lo pongo sobre la mesa como una muestra bizarra de fealdades, como esos circos norteamericanos llenos de enanos freaks y de mujeres barbudas. Ahí está todo mi arsenal de deformidades, tómenlo amigas mías, besen a mis adefesios humanos, a mis granos de pus, a mis pústulas. Como en una ducha de calamidades vuelvo sobre mis miserias más últimas, más temibles. La charla, sin embargo, no deja de ser amable, no deja de tener la lucidez de aquel que murió mil veces infestado por algún bicho.

Me voy a las siete de la tarde, ya es de noche en este viernes de invierno, tomó el 57 de nuevo y llego a mi casa. Me hago milanesas, miro tele, un dolor terrible me oprime las sienes como si esa feria anómala de mis memorias se posaría en mi sien y me apretujara hasta sangrar. Me tiro en la cama.

Son las diez de la noche y me duermo, olvidándome que a las once y media más o menos llega un chico para hacer lo mismo de siempre: comer coger dormir. Me olvido de eso, me olvido de todo. El teléfono suena hasta la una y media de la mañana y yo duermo.

Son las tres de la mañana, me despierto y veo llamadas perdidas, puteadas en el contestador, mensajes de texto mandándome a la mierda…. No siento culpa, hoy preferí la soledad. El silencio atronador de mi cuerpo con sus fealdades, la sencillez de saber que no hay retorno, que no se puede seguir viviendo una vida de putos que vienen y se van como en un corso de homosexuales.

No puedo seguir ya más ese estilo de vida, necesito bajar un cambio, reencontrarme con algo de mí que me haga sustentable al mundo. Faltan dos días para volver a trabajar, de nuevo a despertarme a la mañana para ir a los colegios y hacer como que mi vida es perfecta frente a los niños, que yo los voy a cuidar y les voy a enseñar. Pero mi vida se vuelve terriblemente atroz cuando me veo en este espejo que deforma, en este corso de putos que vienen y se van, en los recuerdos de mis adefesios, de mis mentirosas pústulas de amor y dolor. No me encuentro y sé que yo no puedo volver a ser aquel que regalaba, enamorado, un cenicero de Marilyn. Tengo que reinventarme de nuevo, desde la soledad, desde mi miseria.

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