martes, 9 de agosto de 2011

Los evangelizadores

Existe de todo en este mundo, pero sobre todo, existe un tipo de persona que se me pega siempre: el puto evangelizador. Este es el que cree todavía en el amor a primera vista, el que te dice la segunda vez que te lo encontrás que se quiere casar con vos. Es el puto evangelizador, el que pretende en dos segundos estar en el altar y tener hijos. Yo también fui uno de ellos en algún momento. Ahora me tomo las cosas con soda. Para que lo entiendan, me divierto. Eso de andar llorando por los rincones por un amor de dos días es lo más patético que puede pasar. Las personas que se creen desdichadas por eso no merecen mi respeto.

Un martes viajé a Capital por cuestiones personales, tenía que ir a Belgrano, a casa de unos amigos, a buscar unas cosas. De paso, para pasar el rato, hago una cita con un pibe que encontré en mi msn y que ni sé de dónde lo saqué. El pibe me pasó su perfil de gaydar y no me pareció feo, es más, tiene en las fotos y en la realidad un porte importante.

Nos sentamos en un bar a tomar café con tostados, todo invitación de Mariano. Nos ponemos a charlar. Él saca su netbook y se pone a hacer cosas del trabajo. Me abraza y me empieza a besar hasta que llegamos a un punto de calentura bastante importante. Obviamente, el mozo viene a pararnos el carro y con razón, estábamos haciendo un escándalo. Mucho no me preocupa. Cuando tenía 20 años me echaron de un bar por tranzar con un pibe y el patovica me gritó de todo menos bonito, a los 22 mi hermano casi me cuelga cuando, un día, voy a la pileta de su casa con un chonguito y terminamos muy calientes besándono en la pileta. Es decir, no me asusta el escándalo. Es más, me causa gracia. Pero también creo que es algo pasado de moda en mí. Prefiero la charla tranquila y amena con, a lo sumo, dos manos entrelazadas. Cuestiones de edades me parece porque este chico no pasaba los 22.

Salimos del bar y me acompaña hasta Once a tomarme el colectivo a Luján. En la parada de colectivo le pongo el primer obstáculo: “tranquilizate, no me des besos que puede haber conocidos”. El chico se intimida un poco pero puede seguir las reglas del juego. No para de decirme que le encanto y me ofrece irme a vivir con él (¡la primera vez que lo veo!). Obviamente mis si son como puntos suspensivos. Le pido que vaya despacio, no me escucha, no puede.

El miércoles a la noche lo tengo en Luján. Mis viejos se fueron de mi casa y estoy solo. Necesito afecto y lo llamo. Uno a veces hace cosas simplemente por no pasar una noche en soledad pero los otros no lo entienden de esa manera. El pibe llega y me da un discurso sobre todo lo que me extraño (pasaron menos de 24 horas desde que nos despedimos), sobre el amor y lo fuerte que sentía el amor por mí. Cogemos y no la pasamos mal. No es un mal pibe pero me doy cuenta en ese momento que todo lo que hice fue un error, no hay que darle de comer al que todavía no sacó los dientes de vampiro. Cuando acabamos me acuesto, como el cliché que soy, en la cama y me enciendo un cigarrillo. En mi silencio, después de acabar, soy feliz. Pero él no, quiere llenarlo todo con palabras y me doy cuenta de eso. Empieza a exasperarme con su pregunta “¿Qué pensas?” y “¿Qué pasa por tu cabeza?”. Chicos, si cogen, no hagan nunca esas preguntas. Si no cogen, tampoco las hagan. Son las preguntas más hincha pelotas que alguien puede merecerse y más si está tranquilo después de la petit mort. No jodan con eso. No hay respuesta para esas preguntas. Es simple la respuesta: “Nada, no me pasa nada” pero los que la hacen no se conforman con eso quieren que uno haga diván con el otro y, para eso, uno tiene a su psicoanalista. Para no andar contando que le pase por la cabeza a su pareja o a su amigo o a quién sea. No jodan con querer analizar a la pareja, no lo van a lograr. Como dice Depeche mode, disfruten del silencio.

Entonces, este evangelizador empieza por ahí: primero, queriéndose casar a los dos minutos, cuando la realidad le muestra que lo cotidiano siempre es más lento y doloroso, siempre se tarda más en hacer realidad lo que uno proyecta, cae en una desesperación cuyo único consuelo es intentar poseer ya no al otro (como una propiedad privada, como un objeto de consumo) sino su fluir del inconsciente. Nada más burdo, nada más banal, nada más naïf para una segunda vez.

Me canso, me canso por repetición, porque la época del “¿En que pensas?” la pasé con mi ex y no la quiero volver a pasar. Dormimos y, a la mañana del jueves, lo despido de manera lamentable en la parada de colectivo.

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